Josefa Paz Martínez fue costurera. A sus 93 años, la memoria le permite incluso dar nombres de las mujeres a las que les hacía los trajes más caros en su aldea de Carreira, en el municipio coruñés de Ribeira. Sin embargo, esas rarezas que tiene la mente hacen que, por momentos, no pueda tejer datos más sencillos como los años que tiene o hablar del tiempo. Pone cara de no entender al preguntarle si es cierto que lleva un año esperando por las ayudas de la ley de dependencia. Y solo reacciona cuando, en el sofá y con su bata roja favorita, sus sobrinos y ángeles de la guarda traducen.
«Tía, dígalles que non lle deron aínda as axudas para que Mari Carmen poida vir coidala, que lle ten que pagar da súa pensión», dicen refiriéndose a la mujer que les echa una mano con la anciana. Y ahí sí engancha el hilo Josefa, quien, con la experiencia de su oficio, hace un traje a medida a los políticos. Ayudada por sus familiares, cuenta que ya pasó un año desde que solicitaron la ayuda; que recibieron visitas de técnicos y les pidieron muchos papeles, pero «os cartiños non chegaron, debe ser que non os teñen».
Mientras Josefa repite con voz de malas pulgas «non, non, non chegaron», sus sobrinos y cuidadores, un matrimonio ya jubilado, cuentan que, incluso ayudándose de un hijo abogado, tramitaron instancias y se toparon con que «palabras bonitas sobran, pero cartos non». No añaden mucho más porque ambos tienen tarea. Y es al verlos en faena cuando su queja pesa.
El reloj marca las 12 y Josefa sonríe frente al televisor. Su sobrina ya le dio el desayuno, la trajo en volandas desde la habitación y la cambió de pies a cabeza -operación que se repite entre tres y cuatro veces al día-. Pese a su buen humor, la anciana dice: «Para estar ben falta moito» y señala al cesto de pastillas que debe tomar mientras su sobrina intenta que coja el andador y dé unos pasos. «Hai que intentar que ande algo, porque senón ponse maliña», dice.
No hay mejor consuelo que buscar alguien que esté peor. Así, Josefa, arrastrando los pies con el andador, pronto suelta: «Estouche mal, pero tampouco me queixo, porque aquí haiche un velliño que está peor, e teñen que coidarnos aos dous».
Y ahí viene la sorpresa. Josefa y Juan, un matrimonio de unos setenta años, no solo se encargan sin subvenciones del Estado de la tía -que no tuvo hijos y que hace un lustro dejó su casa y se refugió en la de ellos por no poder valerse por sí misma-, sino que en el mismo hogar está Constante, hermano de la anciana y padre de Josefa júnior.
A la hora en que Josefa ve la tele, este hombre, que ya sopló las velas de los 97 años, toma el sol en el patio. Él tampoco tiene ayudas de la cacareada ley, pese a que los pies le fallan. Cuenta que fue marinero, que anduvo por Canarias y que emigró a Argentina, y, como su hermana, se empeña en decir que no es el que peor está de la casa: «Eu son máis vello, pero camiño, en cambio Josefa non pode, como lle pasaba á miña muller».
Con sus achaques, Josefa espera que la Administración se acuerde de ella. Porque su cuñada falleció hace meses sin saber nada de las famosas ayudas. «E a miña nai cortáranlle unha perna e tampouco nos deron nada», agrega la Josefa más joven.
La hora de la comida se acerca y los cuidadores se afanan. Se miran y responden a la vez cuando se les pregunta cómo aguantan el tirón: «Colaborando moito, e non indo nin a tomar un café», sentencian a una sola voz
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